Hace
cuatro días
que no me ducho.
El teléfono
sigue cantando,
pero cuanto
más afina
menos lo escucho.
Como alma
en pena,
me arrastro
por
el intestino
de los pasillos,
con una mano
explorando
la selva
del calzoncillo
y con la boca
resoplándome
las desorientadas
puntas
del flequillo.
Haz algo,
chiquillo,
que me siento
como un clavo
esperando
al martillo.
Y en el
balcón
de mis ojos
se asoman
las legañas,
las arañas
de mi mirada,
que cosen
su tela
por la
ropa tirada,
las montañas
de platos,
las cervezas
vacías y
las cartas
abandonadas,
aromatizadas
con el incienso
que sale
del ataúd
de las colillas
a ceniza
requemada.
Oliendo
la asquerosa
fragancia
de mis pies,
mis sobacos
y mi aliento.
Pero bueno,
peor huele el corazón
cuando se pone
gilipollas
con los sentimientos.
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