En las tardes de domingo
hay zumo de naranja derramado
en el océano sin lengua
de los barcos plateados
y los mapas andan con muletas
cargados de carreteras tuertas
que se ríen
de la pizarra del viento
y del contoneo de las veletas.
El rumbo se tira
de cabeza a la tumba.
La única dirección
suda ácido de duda
y decepción.
La exclamación
es la hermana de la angustia
que se traga
las mustias horas
que rozan la cortina del lunes
cuando se ahogan.
En las tardes de domingo,
el vómito de los días
se tiende en las bocas
de los perros del aire
con alma de tranvía
mientras el cielo
apoya sobre los tejados
sus azules rodillas.
Las tardes de domingo
son esqueletos sin huesos.
Son batir de alas
de pájaro muerto.
Son agrios tragos
de sobaco de limón.
Son chorros de sandía
que inundan la habitación.
Son un estofado
con pedazos de corazón.
Son todo.
Son nada.
Son la última calada
al pitillo de la semana
que escupe ceniza en rama,
que escupe ceniza en rama.
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